Anar a En Espiral

En espiral: [edició 2000]  [altres edicions: www.enespiral.net
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El pelícano, o unas navidades entre los baga

Ramon Sarró i Maluquer



El viernes 24 de diciembre me encontraba yo en el poblado baga de Mare, preparándome para la comida del sábado 25, que iba a celebrar con mis amigos bagas papá Arafán, papá Robert, frère Kande, frère Lamín alias "Le Pountch", Abu, su inseparable y ejemplarmente noble León "pata de palo" (que iba a casarse pronto con Marie Anne, hija de papa Robert y hermana de la bellísima Mariana), maître Jean (el profesor borrachín de la escuela local) y algún que otro baga más. Pero preparar una comilona en el país baga no es cosa evidente: hace falta carne. Y la carne ni surge de la tierra ni se compra en el supermercado. La carne hay que ir a buscarla y arrancársela a la madre naturaleza: hay que cazar. Y heme a mí, Ramón Sarró Maluquer, hijo y sobrino de enormes ornitólogos y naturalistas catalanes, liado hasta el cuello en la organización de la cacería del único animal que podía satisfacer tal demanda, pues no sólo éramos muchos, sino que además, pobres como éramos, disponíamos de un solo cartucho; había que buscar la presa más grande posible. La sentencia no se dejó esperar: "Necesitamos un pelícano". Bueno, en realidad, la sentencia sí se hizo esperar, pues al principio se propuso un mono, una decisión fulminantemente significativa. Los musulmanes, por precepto coránico, no comen mono. Preparar un mono, significaba, pues, exluir automáticamente cualquier comensal musulmán. En la práctica, significaba excluir únicamente a papa Arafán, que era el único musulmán practicante de entre nosotros y uno de los pocos de todo el país baga. "No -dijimos enérgicamente Abu y yo-, hay que buscar otra presa". Y claro está, la otra presa de dimensiones más o menos parecidas que nos podía brindar la fauna del Bagatai, aparte del facócero, que en tanto cerdo presentaba la misma dificultad prohibitiba que el mono, era un pelícano. Una vez tomada la fatal decisión, los ojos de todo el grupo, algunos de los cuales empezaban ya a derramar lágrimas de puro vino de palma, se giraron hacia el único tirador certero que había entre nosotros: Frère Kande. Sí, Kande el cazador, cuyas proezas son conocidas en todo el Bagatai (yo mismo le he visto matar dos aves con un sólo cartucho, y desde una piragua en movimiento). "De acuerdo, de acuerdo", respondió Kande, con resignación y orgullo.

Lo que la gente no se esperaba es que Kampolpol (o sea, yo) insistiera en ir a la caza con Kande. Para la mayoría de los hombres bagas, la caza es como la cocina; son procesos que no se ven y de los cuales se conocen sólo los resultados: el de la caza es el animal muerto que el cazador trae al poblado, el de la cocina el plato de arroz con salsa que la mujer saca de la parte trasera de la casa y que ellos comen en la delantera. Pero tanto el proceso de la caza como el de la cocina son actividades "liminales", que ocurren más allá de los límites de lo estrictamente social, medio mágicas y rodeadas de un cierto secreto. Y, por supuesto, de un gran peligro (peligro alimentado por las "exageraciones" propias de los cazadores).

Pues sí, yo decidí, aun sabiendo que me iba a doler, ir a la caza. Lo decidí por dos razones. Una, por ponerme, como buen antropólogo, en una "situación límite", pues sabía que traicionar mi ideologia "anticacería" iba a darme motivos de reflexiones importantes. Dos, porque pensé que sería una buena ocasión para dar un paseo por los manglares y ver muchos pájaros, pues está claro que, para cazar pájaros, antes hay que verlos. Y una excursión ornitológica me apetecía mucho. A decir verdad, me apetecía más que comerme un pelícano; incluso diré, en secreto, que llegué a desear que Kande imposiblemente errara ese único tiro.

Bueno, pues el paseo por los manglares resultó ser de las cosas más bonitas que he hecho en mi vida, y sin duda un orgasmo ornitológico que habría hecho saltar lágrimas de estremecimiento a los señores Sarró y Maluquer que todos conocemos. Vi todas las especies de aves acuáticas que pueda uno imaginarse: águila pescadora, avefría, garza real, garza imperial, garcilla, garceta, ave torillo, martinete, aninga, chorlitejo, charrán, gaviota, toda suerte de ánades, ave martillo, espátula, morito, alcaraván, martín pescador, jabirú y, por supuesto, el majestuoso pelícano, el rey de las aves acuáticas. Y todas ellas en cantidades tales que resultaba verdaderamente increíble. Volví a ser niño. Recordaba los paseos con mi padre por las marismas de Doñana, por las albuferas de Valencia y de Mallorca, por los cañaverales del Delta del Ebro. Cada vez que veia un pájaro nuevo se me escapaba un "mira, mira" que hacía reír al experimentado navegante Kande, quien remo en mano iba llevando la piragua cada vez más hacia el interior de los manglares, cada vez más lejos, cada vez más solos. Solos Kande y yo, el chapoteo del remo y los estrepitosos graznidos de las aves entre la tupida vegetación selvática. Cada vez más lejos. De vez en cuando Kande acicalaba el paseo con episodios de la vida acuática de los manglares: aquel día, ya lejano, que pescaron por última vez un manatí con harpón, aquél delfín que ayudó a un pescador náufrago en alta mar a llegar hasta la costa, aquéllas astutas nutrias que rompen las redes para devorar a los pescados atrapados en ellas. Kande remó y remó, tal vez 10, 15 kilómetros, casi hasta el brazo de mar que conduce a Bigori, ese misterioso poblado baga famoso por la maldad de sus brujos. Fue ahí, en ese cruce de brazos de mar, donde un pobre pelícano se puso finalmente a tiro de Kande, quien, certero tirador, dejó con sigilo el remo, tomó el fusil y sin perder ni una décima de segundo rompió el natural silencio que nos rodeaba con el ruido más artifical que exista en el universo: el disparo de un arma de fuego, ese ruido que desafía los designos del Dios creador. "Mira, si Tú supiste cómo hacer la vida, -parece que le digamos al buen Dios con ese chasquido fatal-, nosotros sabemos cómo destruirla". Ese infernal ruido en los manglares fue seguido, inmediatamente, de un "chof" indiscutiblemente delatador; la caida del ave entre la densa vegetación y finalmente al agua. Touché.

Ese ruido, ese disparo que rompió brutalmente mi reverie de infancia, retumbará en mi mente el resto de mis días. La imagen del pelícano muerto, depositado en la piragua, entre mis piernas, y del cual no podía apartar la mirada durante las cuatro horas del trayecto de vuelta, me acompañará hasta el día que mi cadáver corra parecida suerte. Lloré por ese pelícano. Lloré por la suerte de los manglares, que algún día serán descubiertos por cazadores con más cartuchos que el pobre Kande (y pienso sobre todo en los blancos que viven en Kamsar, quienes empiezan a ir ya a la caza por los manglares en sus aburridos weekends) y lloré al descubrir lo muy difícil que resulta ser consecuente con uno mismo. ¿Qué diablos hacía yo cazando un pelícano? Si quería una experiencia límite, sin duda la tuve.

Al llegar de vuelta al poblado nos recibieron como a unos héroes, como a aquéllos que han viajado más allá de los límites de lo humano para ir a buscar la solución de un problema tan humano como el hambre. Hay una teoría que dice que el hombre sacrifica los animales a los dioses para sublimar los sentimientos de culpa que tiene al matarlos. Nunca me la había creído. Sin embargo, en mi caso, sí me consuelo pensando que el horror de esa muerte se justificaría al celebrar una comida sagrada, al crear y conmemorar la comunión navideña del Capitán con los bagas. Los bagas no vieron la muerte del pelícano. Todo lo que vieron fue un plato enorme estupéndamente preparado al día siguiente por Marie-Anne y el enorme sacrificio que yo había hecho al adentrarme todo un día en los inhóspitos manglares para ir a buscar el cebo que ahora estábamos comiendo y repartiéndonos como verdaderos hermanos. Papá Arafan no puedo haberlo dicho mejor: "La religión vino para separar a los hermanos (su hermano Robert es cristiano) y tú has venido para unirnos", tras lo cual me bendijo mil veces, y tras él papa Robert, pues hacía años que no celebraban juntos una comida de tal calibre, si se me permite la macabra expresión. Gracias a esas palabras conseguí yo también sublimar la culpa de la muerte del pelícano, del sacrificio del pelícano. Gracias, pelícano, tú que has muerto para unir a los hermanos.


Ramon Sarró, Kamsar diciembre 1994

[extraído de una carta a Álvaro, texto ligeramente modificado]





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