CAPÍTULO III

DESPUÉS que hubieron pasado tantos días, que a punto estaban de cumplirse nueve años después de la sobrescrita aparición de esta nobilísima, en el último de estos días ocurrió que esta admirable mujer apareció ante mí vestida de un blanquísimo color, en medio de dos nobles mujeres, que eran de mayor edad; y pasando por una calle, volvió los ojos hacia aquella parte en la que yo muy temeroso me encontraba, y por su inefable cortesía, que es hoy recompensada en el gran siglo, me saludó muy virtuosamente, tanto que me pareció ver entonces todos los términos de la bienaventuranza. La hora en que me alcanzó su dulcísima salu-tación, era con certeza la nona de aquel día; y porque aquella fue la primera vez que sus palabras se movieron para venir a mis oídos, me llenó tanta dulzura, que como embriagado me separé de la gente, y corrí al solitario lugar de mi cámara, y me puse a pensar en esta cortesísima mujer. Y pensando en ella me sobrevino un suave sueño, en el que se me apareció una visión maravillosa; que me parecía ver en mi aposento una nubecilla color de fuego, dentro de la cual distinguía yo la figura de un señor cuyo aspecto producía espanto a quien lo miraba; y él mismo me parecía tan alegre, que era cosa asombrosa; y en sus palabras decía muchas cosas, de las que no comprendía más que unas pocas; entre las cuales comprendí estas: «Ego dominus tuus». (...)

CAPÍTULO XII

AHORA, volviendo a mi propósito, digo que después de que me fuera negada mi bienaventuranza, me embargó tanto dolor, que, apartado de la gente, fui a bañar en solitaria parte la tierra de amarguísimas lágrimas. Y después de haberse calmado un poco este llanto, me retiré a mi cámara, donde podía lamentarme sin ser oído; y aquí, pidiendo misericordia a la señora de la cortesía, y diciendo «Amor, ayuda a tu fiel», me adormecí como un niño golpeado que llorase. Sucedió casi en mitad de mi dormir que me pareció ver en mi cámara junto a mí a un joven vestido de blanquísimas vestiduras, y muy pesaroso a juzgar por su aspecto, me miraba en donde estaba yaciendo; y cuando me hubo mirado un tiempo, parecíame que suspirando me llamase y me dijese estas palabras: «Fili mi, tempus est ut pretermictantur simulacro, nostra». Entonces me pareció reconocerlo, porque me llamaba tal y como muchas veces en mis sueños ya me había llamado; y mirándolo, me pareció que llorase compasivamente, y parecía que aguardase de mí alguna palabra; por lo que yo, tranquilizándome, comencé a hablar con él de esta forma: « Señor de la nobleza, por qué lloras?» Y él me dijo estas palabras «Ego tanquam cetrum circuli, cui símil modo se habent circumferentie par-tes, tu autem non sic». Entonces pensando en sus palabras, me pareció que me hubiese hablado con mucha oscuridad; de modo que yo me esforzaba en hablarle, y le decía estas palabras «¿Por qué, señor, me hablas con tanta oscuridad?» Y él me decía en lengua vulgar: «No preguntes más que aquello que pueda serte útil».  (...)

Alighieri, Dante, Vida nueva, Madrid, Ediciones Cátedra, 2003, pàg. 95, 163